miércoles, 30 de septiembre de 2015

Espero



Espero el milagro, no importa cuán fría sea la oscuridad, yo espero. Soy tan inmaterial como esas luces que titilan en la lejanía. El silencio es intocable, se acomoda a mi lado, soy el perro que lame. Simulo que ignoro el invierno, la delicadeza enfermiza que adquiere la ternura en ese rostro. No una madre, un punto de anulación.  La madre- títere que adora a un necio reptil que se arrastra siempre tras de mí. La ciega inmadura madre que acuno en mi regazo. La débil que no tiene una vida, la esposa que siempre obedece, no a un esposo, sino a un hipócrita, el que añade palabras y unos ojos que pesan como relámpagos.

“Madre” puede ser un título, un referente para nombrar a quien te acompaña en ese largo cautiverio que es la vida, Y puede ser una perfecta desconocida con quien compartes algunos destellos de felicidad y algunos abrazos.

 Aborrezco esta edad, la falta de independencia que me obliga a quedarme, esta debilidad de no poder defenderme, de no atreverme a poner una cuchilla en su cuello y dar un corte lento y profundo. Sí, soy mala, le arrancaría de un tajo esa filosa lengua con que ha viciado las palabras y chantajea. Esa lengua desabrida y asquerosa que me ronda, esa que acompaña un soplo repugnante y nauseabundo. Todos saben que soy la rebelde chiquilla que apunta directo al corazón y cuando habla dispara, una malagradecida mantenida.

Pero tomé unas pastillas, y esa debilidad le da a mi verdugo nuevas fuerzas.  Hubiera preferido morir a darle el gusto de que me vea vencida, a tenerlo siempre espiándome, siempre detrás de mí con el mismo pretexto, pero lo que no sabe es que no lo intentaré de nuevo.

 Me oculto detrás de las mil puertas y los mil cerrojos donde guardo este sueño: creceré, me haré fuerte, poderosa, intocable como Dios.

 Sigue en su viejo círculo la luz y sigo en perpetua vigilia.  Nunca duermo, el sueño es una especie de abandono mayor.  Nadie se entromete en esta libertad. Nadie puede borrar este ojo desde donde vigilo, ni estas ganas tremendas de desflorar la luz en su espasmo muerto. Nadie se entromete en esta ausencia, ni Dios. Velo el drama, el ronroneo de esa noche que se encoje como un astro.  Deambulo infinita en esa tentación de la llovizna, en ese halo impalpable del invierno, en ese olor y latido del barro húmedo que salpica mi cuerpo.

 El cielo es un rectángulo, estoy en el incomplacida.  Me resulta difícil soltar algo y que se vaya, me acompañan los miedos y la inseguridad, se visten de temblor y duda en esta celda donde prosigue la tortura que solo yo veo y padezco.

Es esta soledad lo que nutre mi muerte, las mentiras cobardes y los silencios, los ojos de mi madre que miran estúpidamente extraviados.  Ojos como las sílabas heladas de un paisaje que siempre falta, un paisaje que nunca recupero. Sobrevivo a la costumbre y sigo en la mímica obediente.

Desde el lado frío del silencio, ese, un extraño, osa tocarme con esas manos que odian, que tiran de mí y me arrastran hasta esta hibernación donde junto los trozos dispersos de la noche. Germina en su oscuridad una masa de serpientes bulliciosas mientras su vaho venenoso se esparce sobre mi cuerpo como una densa neblina. Siento las palabras aisladas, el gargajear irónico y desprendido de esa boca que odia y miente.

Una figura grotesca, el hombre-serpiente que se levanta de la oscuridad para engullir, lo que estrangula es esa oleada ácida que impone su presencia, ese olor a podrido saliendo de todas partes, mezclándose, desarmonizándome.

Le adivino esa satisfacción detrás de la máscara, el rostro real en sus ridículas contorsiones y espasmos. Le adivino las manos inmundas desarticuladas en tentáculos violentos. Todo en él hiede, todo.

La realidad es otro espejismo, drena un tiempo inmutable, una torpeza única que nos hace rodar hasta el pantano. Ese aire abierto lleva el mismo silencio pestilente de mi cuarto. El mismo ritmo nauseabundo de las noches que desfloran histéricas.

Desde este rincón espero, junto todas las sombras para hacerme invisible. No una niña, un ala desde donde vigilo las mansas esferas de la luz. Un ala para elevarme. Un ala y esta necesidad de huir. De encontrar una vida, otra.

 Desde esta esquina puedo oler la oscuridad, las raíces que pudren en este invierno. Bajo la nieve el sol en su debilidad grotesca, una tregua. Otro sol que es verdugo, el que oculta los pájaros en su verdor silente, no hay música entonces, ningún sonido para acunarme. Otro día que empieza.

Cierro los ojos y espero, como espera el verano ese árbol del jardín en su mudez infinita. Sigo cansada y con un ansia mayor, la de poner una pausa, un punto final a todas las noches y a tantos desvelos. De poner una lápida sobre esos dos que tienen en común: la misma infidelidad, la misma muerte.

 


Odalys Interián

domingo, 20 de septiembre de 2015





me devuelves

lo que siembro en ti

las rojas luces 

los muérdagos filosos

que detienen el sol...

y las palabras

Y me devuelves

el corazón en su círculo

y catástrofe

un torbellino

de sílabas enfermas

de pájaro en su lluvia

Eres lo bendito

del silencio

y devuelves

un tintineo de voces

y lámparas

esa frescura de semilla abierta

en el deseo

me devuelves

otra

anticipada

y silvestre

en lo sensual

y tuyo

en lo que tienta

del verso

siega y verano

abriéndose

en su mazo pacífico

de frutos y noches.

 

 

sábado, 19 de septiembre de 2015

LA PROMESA



LA PROMESA

Seguía aquel desconocido sin quitarle los ojos de encima, no solo porque no confiaba en él, sino porque llevaba en brazos a mi hijo Luis. Atravesamos una explanada antes de adentrarnos en un bosque de pinos que se alzaba imponente, temerosa y desconfiada trataba de mantenerme cerca, no era un hombre conversador, en todo el tramo y las horas que estuvimos juntos solo había cruzado conmigo unas pocas palabras.

Habíamos caminado más de una hora y estaba realmente fatigada, me dolían terriblemente los pies, pero no me quejaba. Estaba a punto de desmayarme por el calor y el agotamiento.  Hasta que por fin la voz dijo “Descansemos aquí” el hombre se detuvo poniendo a Luis en el piso, el niño corrió hacia mí. Busqué un lugar donde acomodarme para poder alimentarlo, pero desde mi rincón seguía al hombre con mis ojos, lo vi tumbarse en el suelo y al poco rato lo sentí roncar, fue entonces que cerré mis ojos y apreté al niño contra mi pecho, estaba tan extenuado que enseguida se durmió, fue entonces que como sucede siempre que estoy sola y hay silencio y que el niño se  duerme, que  aparece tu imagen intacta, idéntica, sin que se borre un gesto,  recordaba  cada rasgo de ese rostro que  yo amaba, aparecías siempre con una sonrisa fresca y juvenil, y la boca  se abría para repetir la promesa. “Espérame amor, aguanta un poco, volveré por ti y por mi hijo” y yo esperé, un año, dos, cuatro, como Penélope; pero a diferencia yo no esperaría siempre, te conocía bien, sabía que eres de los que cumplen su palabra, y esperé sí, a pesar de todos, porque mi familia te odió; porque me abandonabas embarazada de cinco meses y no te perdonaban que no esperaras ni a que naciera el niño; pero yo sabía que lo hacías por nosotros, para darnos un futuro mejor y estaba quedándome así con tu imagen, durmiéndome con ella, cuando la voz me sacó del ensimismamiento. “Tenemos que seguir”, el niño dormía plácidamente, volvió alzarlo en sus brazos y emprendió la marcha seguido de cerca por mí.  Una sola idea me hacía avanzar por aquellos trillos, un solo pensamiento, Luis necesitaba a su padre, y al fin estaríamos juntos.

Era bella mi tierra, me embebía del paisaje que dejaba detrás definitivamente pensando con dolor que mis ojos nunca más recorrerían esos sitios,  y me dolía lo que dejaba atrás, avanzaba con la angustia y el remordimiento  de no despedirme de los míos, no, no tuve valor,  sabía  lo que dirían, sobre todo mi hermano Manuel que había sido un padre para Luis, ellos me había apoyado siempre  y yo no podía decirles, “me voy y me llevo al niño”, así doliéndome mucho en el corazón,  avanzaba impulsándome una emoción muy fuerte, la del reencuentro, seguía avanzando porque tú eres el hombre que yo amaba, el único hombre, el padre de mi hijo.

Y era el amor siempre dándome fuerzas y motivación para seguir, el amor cuando me fallaban todos,  cuando estaba a punto de desfallecer, tu imagen y el recuerdo de lo que habían sido estos cuatros años sin ti. Seguíamos avanzando, cada vez que me alejaba sentía golpear mi corazón bien fuerte, internándonos cada vez en lo profundo.  Podía sentir el olor del mar, “ya estamos cerca” volvió a decir, y algo se me estrujaba en el pecho y sentí unas ganas terribles de llorar. Y lloré en silencio, me secaba las lágrimas con la manga de la camisa para que el desconocido no lo notara, y para que cuando Luis me miraba con aquella carita de susto y agotamiento no viera que yo estaba tan asustada como él.

Volvimos hacer un alto, el niño se había dormido, me alegré porque me sentía fatal, me tumbé en el suelo, me pareció cómodo y el mejor lugar del mundo para descansar, y puse al niño sobre mi pecho, cerré los ojos,  no conseguía dormir, tenía muchos sentimientos encontrados. Pensaba en  la cara que pondrían todos cuando estuviéramos juntos, en la cara de aquellos cuyos comentarios malintencionados  llegaron a oídos de mi familia diciendo:  “que tenías otra y que llevaban  tiempo y que hasta te habías casado”, y  tantas  otras tonterías, que dirían ahora  que cumplías tu promesa, porque eras un hombre de verdad y venías por mí, por nosotros, y nunca dejaste de mandarme dinero y preocuparte,   llamándome, —cuando podías claro—,  nunca fallaste un mes, y trabajabas duro para sacarnos, y yo sabía, sabía que vendrías por mí, y estaba feliz de imaginar qué harías cuando tuvieras a tu hijo en los brazos.  Qué dirían aquellos que siempre dudaron, que echaban leña al fuego para que te olvidara y rehiciera mi vida.  Dos años me bastaron para conocerte bien, para amarte, así como te amo, nada podía hacer que me olvidara de ti, nada ni siguiera la distancia. Esperaba segura de que ibas a volver por mí, aunque nadie creyera, yo era tu amor, no importa lo que dijeran, ellos no te conocían, nadie te conocía como yo.

La tarde avanzaba, me parecía que tenía un triste color, seguía la opresión en el pecho, hacía un calor insufrible. Miraba entre las ramas de los árboles un cielo que palidecía mientras comenzaba a golpearme una estúpida indecisión, no dejaba de pensar en mi hermano y en el dolor que les daría a todos llevándome al niño, Luis era la locura de la familia, la alegría que nos había unido, todos desviviéndose por él, pensé en papá y en lo que diría, en mamá y lo que iba a sufrir. Empecé a sentir un arrepentimiento, unas ganas muy fuertes de regresar, de llamar a Manuel para que viniera por mí y por mi hijo; pero ya era demasiado tarde. El desconocido debió notar mi perturbación y angustia porque no dejaba de mirarme, me sentí incomoda con aquellos ojos inquisidores sobre mi rostro, que me miraban sin decir palabra.

Mientras más avanzaba la tarde, más me invadía ese sentimiento de desesperación, me empezó cierto nerviosismo, cierto temor a que me cogiera la noche sola con el niño y con aquel hombre del que solo sabía que se llamaba Juan, lo vi apartarse, lo sequía recelosa con mis ojos, escuché que hablaba con alguien por teléfono, pero no pude escuchar lo que decía.

“Estamos cerca, no falta mucho”  —me dijo al regresar— “falta muy poco”,  esas palabras trataron de calmarme; pero yo seguía inquieta, no sé porque no dejaba de preocuparme, imagino que eso nos ocurre siempre cuando nos enfrentamos a lo desconocido, yo le temía al mar, era un miedo de siempre, pero no me había detenido a pensar en ello, eras tú o el mar, eras tú o mis miedos y siempre vencías.

Me hizo un gesto para que le entregara a Luis y para seguir camino, yo se lo cedí porque ya no tenía fuerzas, pero siempre que lo hacía me quedaba con una intranquilidad y con un sobresalto, luego caminaba junto a él sin perderle ni pie ni pisada, sacando fuerzas no sé de dónde para llevar su paso.

Y seguía, seguía por un camino cada vez más cerrado, nos cercaba el verde y una tupida maleza. Andamos un rato.

“Es aquí”  la voz por fin anunciando la llegada, “tenemos que esperar hasta que anochezca” Yo trataba de luchar con el ser negativo que llevaba dentro, trataba de callar todas las voces, para solo escuchar tus palabras. El recuerdo de tu voz entre los mosquitos, los zumbidos que eran cada vez más insoportables y las picadas. Tu voz y la noche cayendo lentísima, el llanto de Luis y miles de sensaciones y emociones agolpándose, pero tenía que estar contigo, eso me decía el corazón. Tu voz más alta que el ruido del mar, la promesa pesando más que todo, empujándome con mucha fuerza, la ilusión haciendo ola, un sonido más alto que el sonido del mar y el de mis miedos, una presencia impulsando mi voluntad, un último sacrificio, y al fin juntos.

Ya había oscurecido y mi desesperación había crecido tanto que ya no me importaba que me viera llorar, el niño también lloraba y yo estaba muy angustiada.

Sentí la opresión fuerte de una mano sobre mí, me volví, la mano señaló el mar, yo solo vi una sombra en la negrura de la noche, una sombra que aceleraba mi corazón de un modo impredecible, me incorporé para ver mejor, apreté al niño contra mi pecho y avancé, entré en el agua y seguí avanzando, el niño comenzó asustado a llorar fuerte, lo apreté  duro contra mi pecho y lo calmé; “es papi…, es papi… en vano trataba de tranquilizarlo,  lloraba más al sentir el ruido del mar y  mientras  yo seguía internándome en el agua oscura,  mientras avanzaba el agua iba subiendo y mi paso se hacía cada vez más lento, tanto que me costaba caminar, no lograba  avanzar, me parecía que seguía parada en el mismo lugar. Hacía una increíble  fuerza, el peso del niño y del agua que casi llegaba ya a mi pecho dificultándome la marcha,  y yo queriendo subir a Luis en alto cuando las fuerzas se me acababan, y yo casi hundiéndome cuando otra fuerza comenzó a tirar de mí, y eras tú y eran tus brazos, tú alzando por fin a Luis, abrasándolo contra tu pecho, besándolo mucho, y eras tú tan diferente, sin mirarme, sin hablarme, sin sacarme del agua y yo casi helándome  y sin fuerzas esperando a que me saques del agua. Y sigues sin mirarme, y sigo temblando, esperando a que reacciones y te acuerdes de mí, pensando que era la alegría de tener a tu hijo en los brazos lo que hacía que me olvidaras. Y sigues sin mirarme, sin decir una palabra mientras la embarcación comienza a alejarse. Y no puedo pensar, no puedo creer que me dejes, porque me dejas en el agua, sin que te importen mis gritos, ni mis súplicas, sin importarte que enloquezca, porque enloquezco, sin importarte el peor dolor que estoy sintiendo, las ganas de hundirme en ese mar por la terrible decepción y la impotencia.

Y trato de calmarme y me calmo pensando que vas a virar por mí, que fue quizás la emoción, la alegría de conocer a Luis, y estoy segura de que cuando te des cuenta vas a regresar. Y me engaño pensando que vas a volver creyendo conocerte.  Y no, no te conozco, no te creía capaz de hacerme eso, nunca pensé que tuvieras corazón para quitarme a mi hijo.

Y sigo esperando, una hora, dos, tres, no sé cuántas, no apareces, y el agua se vuelve cada vez más fría y pesada. En vano grito y me agoto, en vano sigo gritando tu nombre, llamándote mucho, desesperándome hasta quedar sin voz, hasta que todo se vuelve silencio, un silencio pastoso y apretado.

Hasta que por fin de la noche surge un ruido de motor que se acerca, y se revuelven mis entrañas, y una ligera esperanza me engaña aún más, y río en mi locura, con las pocas fuerzas que me quedan porque vuelves. 

Y me confunden las voces, la luz de un reflector que ahora apunta directo hacia mí hasta cegarme y sigo confundida, entre tanta ceguera, buscando un rostro que no encuentro, en esa otra embarcación que se acerca despacio, que llega hasta donde estoy.

Y no puedo luchar contra esos brazos que intentan sacarme, que me sacan, mientras les imploro, mientras les ruego que no, que tengo que quedarme. Y en vano me resisto, en vano grito y pataleo, esos brazos me vencen, me suben, me dejan tendida en el piso frío de esta embarcación donde estoy, con la mirada perdida en el infinito, en ese infinito que se dispersa y va colapsando lento, lentísimo, como mi corazón.   

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
 

 

martes, 8 de septiembre de 2015

Irán tus manos
entre las luces
encendiendo el sol
y la ternura
todo el aire
en su volcán
y llama
en esa desnudez
del eco
pacíficas
irán
rondando hacia la sed
y los silencios
Irá tu boca
entre las fábulas
mordiendo
lento
la oscuridad
las vivas semillas
de mi cuerpo
irá
callándome
en su alivio
numeroso
en su deshoje
de sílaba
y tormenta

domingo, 6 de septiembre de 2015


Quién me libera
quién
que azote
llega a ser la luz
que tigre en su zarpazo
ese rumor del corazón
Que agua amañada
esta palpitación
que llueve
este huracán
de vértigos
y noches
interminable
el sol
que coro
raja el  eco
del silencio
quién
me libera
quién 
de este hundimiento
















Espiga
de ti
de tu espera
de tus bocas
en medio del fuego
y las palabras
en medio de los trazos
palpable
aire de ti
hilada
en el derrame
dócil
en lo próximo
y en el deseo
dátil
semilla
luz
de ti
de tus brazos
en el néctar
lamida
cercada
por el eco
y el temblor
por el zumbido
de tu cuerpo
bosquejándome




sábado, 5 de septiembre de 2015

SUMERGIDO

       SUMERGIDO



Me acuerdo de que no llegué a aceptar la muerte de mamá hasta que el verano se fue poniendo gris, me parecía que todavía estaba conectada a aquella máquina terrible. Seguía persiguiéndome aquel sonido ininterrumpido en el silencio de la casa. Todavía hoy después de muchos inviernos puedo seguir escuchándolo. No tuve noción de cuando empecé a ser consciente de su muerte, de cuando empecé a entender que sus huesos estaban pudriendo en alguna parte.

En tardes así, empiezo a recordar cuando andaba ligera por la casa y se acercaba y me acariciaba con sus manos blancas, siempre húmedas y con olor a cebolla. En esa hora siento más fuerte la añoranza de sus manos sobre mí. Sentado en este banco, en la triste desolación de un patio inmenso, de altos muros color ladrillo, entre el verde espeso de esa enredadera tupida que comienza a invadir todo, y esta muerte lenta que caracteriza toda casa vacía al atardecer. Me sorprende la lluvia, y quedo allí cercado, por la soledad y por unos oscuros nubarrones. El agua provoca en mí un estado de inconciencia. Como si estuviera desaparecido y nadie, ni nada, me trajera de regreso. Y con la sensación de no poder moverme, dejo que aquel profundo hechizo de la lluvia se derrame. Ese contacto parecía humano, arropándome. Abro grande la boca para retener grandes sorbos de lluvia. Extasiado por el sonido del agua en mi garganta, por aquella extraña música, que parecía el gorjeo de un pájaro gigante. Y yo quería volar, volar lejos. Pero imposible, mi cuerpo se hace más pesado bajo el peso del agua, bajo el peso de palabras antiguas que llegan demoradas, las palabras de los otros alcanzando mi oído, los chillidos de los niños jugando a la pelota, un murmullo de jóvenes ociosos en las esquinas, un ruido de guitarras y risas de mujeres. Y el dolor de la soledad, más insoportable por repetido que el que sentí cuando abandonamos Cuba. Bajo la cortina de lluvia mis manos deformándose, el pasado, un futuro que creía lejano. Pero el futuro llega, se presenta y estalla entre mis dedos como una burbuja de agua.

¿Quién quiere comer en una mesa vacía? en esa misma mesa donde tantas veces mamá fabricó mis juguetes. Grandes cometas llenos de colores, y chiringas que hoy cuelgan en mi cuarto como tristes espectros descoloridos. Era un castigo mayor que el llanto se me acabara, nada aliviaba el ardor que hería mis párpados y mi garganta. Entonces las sillas, el sillón de mimbre donde se mecía mamá todas las tardes, el verde tono envejecido de las paredes, una esquina de la cama que me parecía monstruosa, un pedazo de mi propio cuerpo sentado bajo el peso de todo eso y oprimido por el calor y mis propios sollozos, seguían difuminándose con el conocido reflejo de la lámpara familiar.

Y el tiempo que pasa despacio, una hora, dos, tres… y todo como en un efecto de domino cayendo. Un olor caliente a ventana cerrada y lágrima, el bulto de mamá sobre la cama. Mamá agonizando, mamá sacándome al parque, mamá leyéndome un libro, sacándome del hospital y trayéndome a la alegría, mamá dándome a luz, el parto. Recorría el camino de mi vida desierta, cada rincón de mi mísera existencia desde adentro, donde yo tenía un pequeño papel de espectador. “El sentido de la vida” para un hijo consiste en una independencia, no en seguir guiado por los otros, sino que debe aprender por si solo las sensaciones, vivir el goce de los sentimientos, la propia desesperación y la alegría. Yo no lograba eso. Mi retraso mental, estaba haciendo que a mis cincuenta años todavía no encontrara el sentido, y no aprendiera esa independencia.

Y la imagen de mamá se me apareció quieta y enorme como en las pesadillas. Volví a ser pequeño. Volví a llenar la tina de agua, para sumergirme en ella como el día en que ella murió. Pensaba mientras el agua caía sobre mí azotándome primero, refrescándome después, que aquel horrible silencio significaba que al fin mamá ya no sentía dolor. Se me hizo extraño no sentir el ruido monótono e instantáneo de la máquina. Pero no tenía ganas de moverme y nunca más me movería. Las gotas resbalaban sobre mi pecho, corrían desde mis hombros, y bajaban hasta formar canales en mi vientre, el agua seguía subiendo hasta borrar mis piernas. Me sentí como un rompecabezas. Mis partes dispersas, como buscando un centro, en una unidad irreconocible.

La cabeza en algún lugar, el cuerpo en otro, una parte de mí flotando, otra elevándose, una parte haciendo resistencia por quedarse y otra por desaparecer. Fue como un estado de coma, como una antesala de la muerte. Vi mi propia muerte, el sentimiento de mi desaparición total hecho belleza, angustiosa armonía bajo el agua.

No sé qué tiempo transcurrió. El agua de la ducha cayendo sobre mí con un peso de cataratas inagotables. Yo estaba lejano, iba perdiendo la vista, los contornos de las cosas se desfiguraban. Bajo el agua, la imagen de mamá intacta, su cara, la expresión exacta del acabamiento. En esa vaguedad de la imaginación parecida al sueño, volvía a escuchar sus gemidos. Bajo el agua, la contemplación, la imagen de sus labios azules, la gota de sangre en la punta de los dedos, el gesto, la muerte, la semejanza de la muerte. La muerte bárbara, idéntica a sí misma.

Aplastándome la luz, la densidad del agua, y mis alucinaciones que mi debilidad convertía en contantes y horrendas. En aquel cortejo de formas que se reflejaban; las manos de mamá, aquellas manos hábiles, se representaban torpemente hinchadas e inertes. Luego como dos racimos de pelados huesos. Mi corazón aterrado recibía las imágenes… No sé cuánto tiempo estuve así con los ojos abiertos bajo el agua recogiendo todos los dolores que pululaban como gusanos en las entrañas de aquel hondísimo pozo, del que conservaba la cavernosa sensación de unos ecos en la oscuridad. Me vi en el reflejo del agua, blanco y gris, deslucido, una cara sedienta y unos ojos que colgaban de ella dilatados. Horrorizado sin poder reponerme a la desarmada, ligera y vaga sensación de mi carne.

Hasta que ninguna cara, solo la silueta del agua y el frío. El frío del que el cuerpo ya no se defiende, el frío de los propios huesos. Y ya no escucho el rumor humano aumentando al otro lado de la puerta. Ni los porrazos de los que intentan derribarla. La oscuridad comienza a halarme, toda la oscuridad del agua… la oscuridad que empieza a crecer detrás de los ojos, su pastosa tranquilidad y me voy aflojando, y me dejo llevar…

 

 

 

 







viernes, 4 de septiembre de 2015



SIN TIEMPO


SIN TIEMPO

Perder la luz, toda la luz y seguir en la ceguera sin tiempo, arder en el minuto, en el último reflejo del deseo y no ser. No ser mujer, ser objeto, un maniquí, en esta carencia que deja en mí la lluvia de los días. Y sigo en la burbuja, simulando esa serenidad del pez.

 Arder en la lluvia de una palabra, en ese arcoíris lleno de soledad y pájaros tristes. Entregada a la amargura de esos pájaros sin vuelo, en el revés de la luz y los gestos traidores. En esa infinitud de laberintos donde perdida tejo y destejo señales que nadie advierte.

Ellos fingen que no ven esta muerte, como me desmorono tras los muros de tanta indiferencia.  Trago mi sangre, vampira, en espera del golpe. Podré beberme, soy un animal, me acostumbro al grito y espero la señal, la hora de tenderme mansamente a esperar la caricia, las migajas que caen.

 Y vuelvo a ser lamida por la imagen que venero, no un Dios, un monstruo desde su férrea frialdad, un bruto fluyendo a su eternidad de bruto.  Y vuelvo a mi rincón, como el perro vuelve a su vómito.

El espejo no logra refractarme, es otra quien se inclina, otra la que recoge el reflejo fiel de mi impostura, algo nos separa. Me han borrado el rostro, nadie ve esa línea gris, los hilos cruzados y vueltos a cruzar. Nadie ve desangrar la belleza intocable de esta melancolía. Los tornados que llegan. No puedo liberarme de mí, de estos vendajes amargos, de ese ojo de cíclope que vigila mientras las nubes se deshojan.

El día trae un rocío violento. Desde ese ángulo audaz que configura otra simulación, un abismo se derrama, el colorido infiel de ese crepúsculo que adivino desde el silencio. Un tétrico color de lejanías. Un espejismo, un triste espejismo de mí misma.

El silencio es como Dios, es único e invencible, lleva una melodía ignorada, una multitud de formas, todo el peso del color y la cordura, un espacio donde sanarme. El silencio y yo en ese abrazo único. En esa reconciliación.  Arder en el silencio, en lo ausente sin perder la nostalgia y los recuerdos.  Arder dócil en la palabra que callo, en el eco de un sepultado otoño.

Soy una marioneta entregada a la mímica, un sol cotidiano en su estallido y ardores inútiles. Soy pasto, se queda en mí un residuo sereno de la noche. Minúscula, después de la mirada, una fotografía, un negativo en su inmensa multitud de lágrimas. Y vuelvo al rosal que arruinaron los vientos, soy hormiga, y goteo, goteo sombras, espacios, dudas que se mezclan en un cono de lentas agonías.  Jamás podrán juntarme. Sigo dispersa, amotinada en todos los silencios.

La mañana es otra oscuridad, gira el carrusel de la sombra, y giro habituada, atraída por el imán de ese cortejo. Me besa al despertar, al menos hoy seré feliz, un solo instante de ternura basta. Seré feliz.

 Envidio esas palomas, no un ala, su poco de tiempo para escalar desde el descenso ese cielo que guardo en la mirada, esa blancura de los recuerdos que ya no me pertenecen.  Habrá otras noches, máscaras y disfraces, una pira enorme dilatándose.

Y otra vez arder en el desequilibrio y la monotonía, en lo aparente. Vulnerable siempre vulnerable, como esas luces desnudas que siguen desflorándose en la seguía. Cobarde, siempre cobarde para huir, viviendo el tránsito de mi pequeña muerte.

No hay música en el temblor, vuelvo al silencio, al silencio de todas mis batallas perdidas. En esta espera donde el gemido jamás se articula. Huir, afuera esta la vida, podría nacer de nuevo, reencontrarme lejos de esa humareda devorante, de esta nada asfixiante, de esta no vida.

Advierto los buitres, el sonido pestilente de unos pasos que se acercan, corro a esconderme, me gustaría ser invisible, encontrar un sitio, no lo hay, siempre soy encontrada y sometida como ahora. El tiempo queda suspendido y me fragmenta, vivo multiplicada.  Nada me borra.  Nada remplaza la tempestad que sigue creciendo, los despojos de mí misma esparcidos después de cada tormenta. Y sigo acorrucada fuera del tiempo en la misma espera. Un proyectil esta por alcanzarme, lo veo venir.  En la cornisa advierto el reflejo de otra mañana, la última mañana que también arderá bajo el plomo enceguecedor de un sol que espera, que siempre espera.

 

 


Lluvia para un final


















Lluvia  para un final

Llueve, todo comienza a humedecerse, el aire y la luz, ese verdor que raja el horizonte. No me gusta que llueva, el vaho de la lluvia amotina las bestias, todas en un nombre, en un solo temblor. Esa música del agua en su asfixia serena humedeciendo el sol, un pedazo de mi cuarto, una parte de mí que se resiste a caer en ese limbo irrecuperable que son los recuerdos.  Lo agónico es ese resplandor que deja en los cristales, la misma soledad reflejándose, mi rostro, mi propio rostro en ese descosido de la lluvia, una simulación grotesca, un desmoronado antifaz en su rígida mueca de silencios.

Jamás aprendí a sonreír. Jamás superé ese resentimiento hacia la lluvia, sus gotas son fantasmas que llegan a aterrorizarme, un mazo que golpea lento, una mímica audaz que desborda toda la tristeza. Jamás olvido el ruido inmenso que acalla los aullidos, el pataleo inútil, los gemidos entrecortados de una niña en la oscuridad.

Conozco el silencio, la lenta desazón que hay detrás de todas las lluvias. El moho que avanza, que trepa invadiendo todos los rincones de mi cuerpo.  Mis ojos, mis propios ojos hundiéndose en su niebla, en un amontonado espejismo de visiones, todas apocalípticas.

 Nadie vendrá con esta lluvia que fui adivinando. Nadie para ampararme del acoso, de esas manos infieles que me alcanzan. Nadie para librarme del odio, de mí, de esos ojos que crecen llenos de lujuria, de esa boca en su zumbido pestilente, de ese cuerpo cayendo sobre mí.

La lluvia aplastándome, esa silueta infiel, descolorida, que no borran todos los diluvios. Y es el agua, el ruido del agua deshaciéndome. Un ruido vulgar y estéril que abre la noche a la peor noche, que llega a ese abismo donde estoy, donde luzco vulnerable y frágil, minúscula sobre la fría luz.  Y la lluvia en su recorrido, esa violencia con que vuelve para desgarrar lo que queda. Nada se salva. Las palabras borradas por esa inarmonía que es el agua, las palabras perdiéndose, no encuentro las mejores para una despedida. 

Después de esta lluvia no seré, después de la lluvia el amanecer terrible de la muerte, la muerte en su neblina desmedida, la misma muerte que humedece mi sangre, todos los trozos de mí que empiezan a esparcirse con el corte filoso de la cuchilla. Después la nada, mi cuerpo cayendo a otro hundimiento,  a esa humedad armónica y despiadada que es la eternidad.

 

 





DESPUÉS DEL DISPARO

Un estremecimiento, un cono del vacío arropándome, La nada. Haber perdido el tiempo, todo el tiempo y caer en ese triángulo donde vuelve la sed, el espejismo, la infinita negrura. Tocar la luz desde el peor espacio, en la tarde más sola, en la inmensa espesura y seguir cayendo a la hora pasiva, al descolor.

Y caer, seguir sin vuelo y memoria, en el hondo escalofrió del silencio, en el atardecer que comienza a descomponerse como el sol y la llama única que capta ese limbo lleno de mariposas agónicas y añadidas, que ruedan en su última danza.  Estoy en algún lado, no alcanzo a tocarlas, mis manos no obedecen.

Ha llovido, siento el peso de las nubes, lo electrizante del destello, el sonido del agua y los destrozos de las formas. Pesan los ojos de Dios, la terrible culpa, los escombros, sobre mis ojos, esos vaivenes de palabras y todos los dibujos de los encuentros recientes.

Y sigo como esa larga caravana de pájaros encerrada en un latido, en una continuidad. Oscilo, oscilo en el temblor, en la mímica audaz de esta terrible soledad.  Nadie vendrá, nadie para librarme de la hora difícil. De ese verdor que crece y lastima incandescente. Un nombre y el amor, el perdido amor impronunciable.

Volátil es el espacio y mínimo, todo se estrecha mientras caigo, en esa espiral donde la nada se deforma, la frase “allí donde te espero”  De todas las palabras que escojo, las del equilibrio, las del movimiento, “espérame”…

Ahuyentada por el trueno, por el frío de la pólvora. Por el toque infernal que ponen las palabras, las otras, las fatales y frívolas palabras, las del sarcasmo. Los ojos del verdugo clavándose en mí. Me recoge en su polvo y sigo en esa levedad, como pluma en el aire.

Tocar el aire, mi imagen en el reflejo, en los ojos del dragón, desde su fuego frío.  Y me contienen desde lo insípido y su satisfacción. Y sigo cayendo. Un segundo se vuelve un océano, no puedo bracear, ya no, suspendida en una lejanía azul, en un paisaje que ya no es, que es ahora una telaraña y me succiona.

 Y se repite una larga espera, un gusto de sal, un sabor metálico, una ansiedad, “escapémonos…”

Rojo es el color del miedo, rojo como mi vestido que humedece la tierra, todo ese rojo arropando mi fragilidad, mi vuelo vencido en el descenso. Todo toma el color metal petrificado del atardecer, en el horizonte sigue la luz balanceándose, mi corazón como un azafrán púrpura ardiendo en el crepúsculo.

Y sigo, toco el orden de esos muros que me detienen, la frontera de esa luna que drena y drena una línea más gruesa. No hay memoria, no hay nombre ni ayer.  En el ayer las estrellas estallan y hay flores y colores abriendo a un nuevo verano.

No llegará el mañana, no lo veré. Florecerá mi huella, el mañana será una lágrima tuya. El mañana será eso, un silencio, allí donde se derrumban las velas, la caricia suave de esos geranios en esa intimidad casi tierna que me recoge.

Y sigo sin poder responder a esa llamada, a ese timbre insistiendo, a esa voz que se pierde, que se sigue perdiendo mientras caigo, mientras sigo cayendo, después del disparo.