Lo evidente vendría después de
aquella mirada, de aquel gesto de los ojos retorcidos por el gusto feliz de
quien descubre el amor, estaba a solo un
paso, lo habías encontrado de casualidad en esa etapa de tu vida en la que
creías no valdría la pena intentarlo.
Como si el amor tuviera edad, o le
importara el tiempo. Siempre fuiste muy
crédula; pero ahora no, cuarenta años te habían enseñado a dudar, a desconfiar
de todo. Cuarenta años y el Moro, ese sí, con su prepotencia machista y su
narcisismo. El Moro y Ernesto y Juan y
Pedro y Osvaldo, y “el cana”, el Migue
y toda esa larga lista de hombres que agotaron tu suerte y siguieron explotándote
hasta el cansancio y te
convencieron que el amor era un cuento y que no existen los finales felices. Y
cargas esa resignación olvidándote de todo, olvidándote de amar
y hasta de ti misma.
Claro
sin amor uno termina por anularse, se vuelve insignificante, y ya
ni importa teñirse las canas, ni
que las uñas crezcan descuidadas, ni
importan que se ahonden esas ojeras, porque dormir para que, si no habrían
sueños felices. Y hasta dejas de leer
y estas tan aburrida, que el tiempo no pasa. Y lo que quieres es
que pase y se agote y se vuelva pequeño para arrullarlo como esos ojos que
ahora te miran desenfadados, que se agrandan para ti. Y conoces esa mirada, ese
sentido de pertenencia viril que se esconde tras la sonrisa. Porque
sonríe, y te sonríe la vida con otro color, y tú percibes ese instante
en que todo gira y da vueltas alrededor
tuyo. Porque era una bendición caída del
cielo encontrar el amor en esta parte de la vida en que andas así sin
esperanzas, casi a ciegas, tanteando
mucho, desconociendo la dicha de andar acompañada. Encontrarlo allí, en medio de una nada pestilente, entre el
bullicio y el humo de cigarrillos. Entre una multitud que se va apagando poco a
poco, y donde solo están tú y él.
Encontrarlo en un bar de mala muerte,
y saber que es él, el esperado, el que esperaste siempre, porque nunca es tarde y porque la vida siempre te sorprende. Es tímido, a los tímidos los conoces bien, ellos miran
nerviosamente una y otra vez antes de pronunciar
palabra. Por eso tomas la iniciativa y te sientas frente a él y lo invitas a
que beba y bebe de tu vaso, y se termina
el trago y sigue sonriendo. Y esa
sonrisa la conoces, es la antesala, el preámbulo para luego estar así bailando
juntos. Tan juntos los cuerpos que
puedes escuchar el latido alborotado de
su pecho, tan juntos que ahora son uno en un movimiento nervioso bajo un farol que titila. Es tímido por eso
le robas el beso, y lo nombras y él se deja llevar, y le dices Manuel y no le
importa, y lo llamas Juan y acepta los
nombres, se va sumando a todos, con esa soltura nueva, con un estremecimiento entonces, con esos ojos que te clavan a la pared. Ojos
profundos que te miran de una manera
rara y desconocida. Y sientes un revoloteo de palomas a tu alrededor y vez
como todo se ilumina. Y así como si flotaras, porque el cuerpo se ha
vuelto liviano. Eso es amor y lo sabes.
Encontrarlo ahí, en esa especie de limbo donde creías no se podía encontrar
nada bueno.
Encontrarlo en una sola noche, a la
vuelta de la esquina, eso era suerte, la que siempre te había faltado, pero
ahora no más. Ahora que puede importarte
que la noche se vuelva más oscura, tú ya tenías una vela, un rayito de claridad
para alumbrarte. Se acabó el andar rodando, porque al fin, el premio
gordo, el billete de lotería, un joven
apuesto, corpudo, musculoso además, de mirada aguda, y de unos ojos tremendos, con un brillo
estancado, que te devolvía a la vida. Ya nada tendría ese amargo sabor de la soledad. Porque lo
encuentras casi sin proponértelo, sin buscarlo. Y te deja idiotizada.
Y las
palabras saltándole como música y te lo
dice así en el oído, con ese calor que derrite toda la nieve que hay en el
corazón, bajito para que nadie escuche,
el muy tímido susurrándote, y lo miras,
sintiendo esa frialdad que cala hasta
los huesos, porque otra vez esa mirada se ha vuelto penetrante, cautivadora. Y
no puedes desistir, no, no puedes negarte.
Siempre eran más jóvenes que tú, por lo atractiva, porque después de todo no
te maltrataron los años, ni esa vida a la que tenías que agradecerle ahora que
pusiera frente a ti a ese joven de mirada enigmática, de una espalda tan ancha
que no puedes abarcar en un abrazo. Y ya están en la calle como te pidió,
porque quiere estar solo contigo. Se ha
vuelto impaciente, ha ido poco a poco perdiendo la timidez.
Y te abraza y ese abrazo no lo has
tenido nunca. Es un abrazo distinto, uno que no acaba como si quisiera romperte, y casi ni te deja respirar. Te abraza con todo su cuerpo inmovilizándote, sientes la opresión tan fuerte sobre ti, y esos brazos
que no paran de apretarte, te
cercan, tiran de ti con fuerza, con mucha fuerza sin que puedas zafarte y
al principio te hace gracia el juego de
querer fundirte contra él, hasta que se te acaban las fuerzas. Te enrosca como
una serpiente apretándote más y más
en un abrazo prolongado. Y está engulléndote, y te agotas y te deja sin
aliento, le dices que pare, que ya, que es suficiente, que está dañándote y no le para.
Y otra vez esa mirada te corta el ritmo de un tajo, te quita los
deseos de reír. Esos brazos te
someten sin que puedas negarte, te arrastran sin que puedas hacer nada, y te obligan a entrar
en su auto.
Y estás preocupándote mucho y más ahora cuando no consigues
abrir la ventanilla que ha cerrado de
golpe. Asustándote mucho, porque
se ha vuelto sordo y no escucha tus gritos, ni todos esos nombres con que lo
llamas para que se detenga. Emilio,
Ernesto, Paco, no, no responde, tampoco escucha tus súplicas, ni le importa ese
pataleo frenético, ni esos arrebatos de histérica, y lo único que consigues es
que te pegue, porque te pega para que te
calles, mientras el carro se aleja en toda esa oscuridad de la madrugada
que recién comienza, mientras el auto se sigue
adentrando en ese callejón que no lleva a ninguna parte que no sea a ese
basurero donde encontraron una chica
muerta hace solo unas semanas atrás.
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