viernes, 22 de enero de 2016






ULTIMAS  LUCES

Estas no deberían ser las últimas luces, ni este el último aire. ¡Dios mío, tengo 14 años¡ No debería estar en esta azotea, ni tampoco haber huido de casa. ¡Mamá enloquecerá¡  de cualquier forma enloquecerá. Catorce años solo sirven para soñar y desesperarse. No eres niña, ni eres mujer, estas en una especie de limbo transitorio, en una nada mística desde donde puedes adelantar ilusoriamente hacia ningún lado. Es una desventaja porque al final eres tan vulnerable, que apenas tienes armas para defenderte de tu propia ingenuidad.
A esta edad  jamás piensas que algo pueda ser lo último, debería estar haciéndote ilusiones con un mundo maravilloso. Una debería poder pensar en los chicos, en el primer beso sin sentir esta repugnancia odiosa y ese nudo que va trizando y ahogando una a una todas las mariposas que nacen en el estómago.
Y esperas tener tu fiesta de quince  mientras va creciendo tu cabellera  para ese adorno de guirnaldas blancas. 
Debería pensar con ilusión en la fiesta de fin de curso, en todas las sorpresas que prepararía mamá, y  jugar a adivinar el color de mi vestido, y por fin, ¡mis primeros  tacones¡ Pobre mamá,  tantos sueños conmigo, y tantas ilusiones que  terminó  agobiándome, jamás podre complacerla, no soy fuerte como ella.
Debería  pero no, hoy he mirado como adulto y todo es terrible, todo me liga a esa impresión fastidiosa de que todo seguirá empeorando hasta el final. De que no iras a ningún lado, no importa cuánto esfuerzo pongas, ni cuanta resistencia, porque siempre sucede lo inevitable. Porque todo es, para precipitarse a un fin, a un mismo fin y no importa lo que hagas, no cambiarás las cosas.
Por eso estoy aquí, anticipándome,  resuelta  a ganarle a Dios; pero está ese mareo que me producen las alturas, el vértigo, el aire frío y tremendo que se mete en los pulmones. Y está ese maldito pensamiento en la muerte. No, no debería pensarla, pero la pienso.
Pensar la muerte, ir deshilándose en ese sentimiento de la caída, en ese abandono en que el cuerpo no puede resistirse, flotar un momento, hasta que todo se vuelve impalpable, hasta que eres una con las cosas, aérea, distante.
No debería mirar hacia abajo, me mareo, y si hay algo que no soporto es estar mareada, por eso una a una  tomaba  las píldoras y las vertía  en el retrete,  no soporto esa sensación de pérdida de control, esa enajenación  donde pierdes la voluntad, Prefería mil veces sufrir todas las depresiones.
Morir es eso. Acabo de descubrir que morir duele, la idea de la muerte es más que una representación, está en nosotros, puedes palparla y saber cómo será ese minuto final, ese choque contra el asfalto, donde tu sangre estalla, donde tu cuerpo  fragmentado y  todas tus partes estarán expuestas a la lástima y a la contemplación.   
No sé si fue el brillo de las luces, algo fue. Quizás traer la muerte para hacerla real, traerla para luego odiarla, o pensar en mamá, algo fue liberándome de ese mal deseo,  de esta debilidad.
O fueron las luces,  mirarlas  así de frente cambia las cosas, algo se va organizando cuando piensas en ellas y las miras así desprendidas, elevándose sobre todo con una impunidad,  parpadeando ajenas en ese espacio único desde donde resisten. Ellas son más que un color, una energía bulliciosa,  una manera de alegrar la oscuridad, de alegrarme, ellas son lo vivo y son ya una invitación a vivir.

 

 

 

 
  

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