viernes, 4 de septiembre de 2015




DESPUÉS DEL DISPARO

Un estremecimiento, un cono del vacío arropándome, La nada. Haber perdido el tiempo, todo el tiempo y caer en ese triángulo donde vuelve la sed, el espejismo, la infinita negrura. Tocar la luz desde el peor espacio, en la tarde más sola, en la inmensa espesura y seguir cayendo a la hora pasiva, al descolor.

Y caer, seguir sin vuelo y memoria, en el hondo escalofrió del silencio, en el atardecer que comienza a descomponerse como el sol y la llama única que capta ese limbo lleno de mariposas agónicas y añadidas, que ruedan en su última danza.  Estoy en algún lado, no alcanzo a tocarlas, mis manos no obedecen.

Ha llovido, siento el peso de las nubes, lo electrizante del destello, el sonido del agua y los destrozos de las formas. Pesan los ojos de Dios, la terrible culpa, los escombros, sobre mis ojos, esos vaivenes de palabras y todos los dibujos de los encuentros recientes.

Y sigo como esa larga caravana de pájaros encerrada en un latido, en una continuidad. Oscilo, oscilo en el temblor, en la mímica audaz de esta terrible soledad.  Nadie vendrá, nadie para librarme de la hora difícil. De ese verdor que crece y lastima incandescente. Un nombre y el amor, el perdido amor impronunciable.

Volátil es el espacio y mínimo, todo se estrecha mientras caigo, en esa espiral donde la nada se deforma, la frase “allí donde te espero”  De todas las palabras que escojo, las del equilibrio, las del movimiento, “espérame”…

Ahuyentada por el trueno, por el frío de la pólvora. Por el toque infernal que ponen las palabras, las otras, las fatales y frívolas palabras, las del sarcasmo. Los ojos del verdugo clavándose en mí. Me recoge en su polvo y sigo en esa levedad, como pluma en el aire.

Tocar el aire, mi imagen en el reflejo, en los ojos del dragón, desde su fuego frío.  Y me contienen desde lo insípido y su satisfacción. Y sigo cayendo. Un segundo se vuelve un océano, no puedo bracear, ya no, suspendida en una lejanía azul, en un paisaje que ya no es, que es ahora una telaraña y me succiona.

 Y se repite una larga espera, un gusto de sal, un sabor metálico, una ansiedad, “escapémonos…”

Rojo es el color del miedo, rojo como mi vestido que humedece la tierra, todo ese rojo arropando mi fragilidad, mi vuelo vencido en el descenso. Todo toma el color metal petrificado del atardecer, en el horizonte sigue la luz balanceándose, mi corazón como un azafrán púrpura ardiendo en el crepúsculo.

Y sigo, toco el orden de esos muros que me detienen, la frontera de esa luna que drena y drena una línea más gruesa. No hay memoria, no hay nombre ni ayer.  En el ayer las estrellas estallan y hay flores y colores abriendo a un nuevo verano.

No llegará el mañana, no lo veré. Florecerá mi huella, el mañana será una lágrima tuya. El mañana será eso, un silencio, allí donde se derrumban las velas, la caricia suave de esos geranios en esa intimidad casi tierna que me recoge.

Y sigo sin poder responder a esa llamada, a ese timbre insistiendo, a esa voz que se pierde, que se sigue perdiendo mientras caigo, mientras sigo cayendo, después del disparo.

 


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