Me acuerdo de que no llegué a aceptar la muerte de
mamá hasta que el verano se fue poniendo gris, me parecía que todavía estaba
conectada a aquella máquina terrible. Seguía persiguiéndome aquel sonido
ininterrumpido en el silencio de la casa. Todavía hoy después de muchos
inviernos puedo seguir escuchándolo. No tuve noción de cuando empecé a ser
consciente de su muerte, de cuando empecé a entender que sus huesos estaban
pudriendo en alguna parte.
En tardes así, empiezo a recordar cuando andaba
ligera por la casa y se acercaba y me acariciaba con sus manos blancas, siempre
húmedas y con olor a cebolla. En esa hora siento más fuerte la añoranza de sus
manos sobre mí. Sentado en este banco, en la triste desolación de un patio inmenso,
de altos muros color ladrillo, entre el verde espeso de esa enredadera tupida
que comienza a invadir todo, y esta muerte lenta que caracteriza toda casa
vacía al atardecer. Me sorprende la lluvia, y quedo allí cercado, por la
soledad y por unos oscuros nubarrones. El agua provoca en mí un estado de
inconciencia. Como si estuviera desaparecido y nadie, ni nada, me trajera de
regreso. Y con la sensación de no poder moverme, dejo que aquel profundo
hechizo de la lluvia se derrame. Ese contacto parecía humano, arropándome. Abro
grande la boca para retener grandes sorbos de lluvia. Extasiado por el sonido
del agua en mi garganta, por aquella extraña música, que parecía el gorjeo de
un pájaro gigante. Y yo quería volar, volar lejos. Pero imposible, mi cuerpo se
hace más pesado bajo el peso del agua, bajo el peso de palabras antiguas que
llegan demoradas, las palabras de los otros alcanzando mi oído, los chillidos
de los niños jugando a la pelota, un murmullo de jóvenes ociosos en las
esquinas, un ruido de guitarras y risas de mujeres. Y el dolor de la soledad,
más insoportable por repetido que el que sentí cuando abandonamos Cuba. Bajo la
cortina de lluvia mis manos deformándose, el pasado, un futuro que creía
lejano. Pero el futuro llega, se presenta y estalla entre mis dedos como una
burbuja de agua.
¿Quién quiere comer en una mesa vacía? en esa misma
mesa donde tantas veces mamá fabricó mis juguetes. Grandes cometas llenos de
colores, y chiringas que hoy cuelgan en mi cuarto como tristes espectros
descoloridos. Era un castigo mayor que el llanto se me acabara, nada aliviaba
el ardor que hería mis párpados y mi garganta. Entonces las sillas, el sillón
de mimbre donde se mecía mamá todas las tardes, el verde tono envejecido de las
paredes, una esquina de la cama que me parecía monstruosa, un pedazo de mi
propio cuerpo sentado bajo el peso de todo eso y oprimido por el calor y mis
propios sollozos, seguían difuminándose con el conocido reflejo de la lámpara
familiar.
Y el tiempo que pasa despacio, una hora, dos, tres…
y todo como en un efecto de domino cayendo. Un olor caliente a ventana cerrada
y lágrima, el bulto de mamá sobre la cama. Mamá agonizando, mamá sacándome al
parque, mamá leyéndome un libro, sacándome del hospital y trayéndome a la
alegría, mamá dándome a luz, el parto. Recorría el camino de mi vida desierta,
cada rincón de mi mísera existencia desde adentro, donde yo tenía un pequeño
papel de espectador. “El sentido de la vida” para un hijo consiste en una
independencia, no en seguir guiado por los otros, sino que debe aprender por si
solo las sensaciones, vivir el goce de los sentimientos, la propia
desesperación y la alegría. Yo no lograba eso. Mi retraso mental, estaba
haciendo que a mis cincuenta años todavía no encontrara el sentido, y no
aprendiera esa independencia.
Y la imagen de mamá se me apareció quieta y enorme
como en las pesadillas. Volví a ser pequeño. Volví a llenar la tina de agua,
para sumergirme en ella como el día en que ella murió. Pensaba mientras el agua
caía sobre mí azotándome primero, refrescándome después, que aquel horrible
silencio significaba que al fin mamá ya no sentía dolor. Se me hizo extraño no
sentir el ruido monótono e instantáneo de la máquina. Pero no tenía ganas de moverme
y nunca más me movería. Las gotas resbalaban sobre mi pecho, corrían desde mis
hombros, y bajaban hasta formar canales en mi vientre, el agua seguía subiendo
hasta borrar mis piernas. Me sentí como un rompecabezas. Mis partes dispersas,
como buscando un centro, en una unidad irreconocible.
La cabeza en algún lugar, el cuerpo en otro, una
parte de mí flotando, otra elevándose, una parte haciendo resistencia por
quedarse y otra por desaparecer. Fue como un estado de coma, como una antesala
de la muerte. Vi mi propia muerte, el sentimiento de mi desaparición total
hecho belleza, angustiosa armonía bajo el agua.
No sé qué tiempo transcurrió. El agua de la ducha
cayendo sobre mí con un peso de cataratas inagotables. Yo estaba lejano, iba
perdiendo la vista, los contornos de las cosas se desfiguraban. Bajo el agua,
la imagen de mamá intacta, su cara, la expresión exacta del acabamiento. En esa
vaguedad de la imaginación parecida al sueño, volvía a escuchar sus gemidos.
Bajo el agua, la contemplación, la imagen de sus labios azules, la gota de
sangre en la punta de los dedos, el gesto, la muerte, la semejanza de la
muerte. La muerte bárbara, idéntica a sí misma.
Aplastándome la luz, la densidad del agua, y mis
alucinaciones que mi debilidad convertía en contantes y horrendas. En aquel
cortejo de formas que se reflejaban; las manos de mamá, aquellas manos hábiles,
se representaban torpemente hinchadas e inertes. Luego como dos racimos de
pelados huesos. Mi corazón aterrado recibía las imágenes… No sé cuánto tiempo
estuve así con los ojos abiertos bajo el agua recogiendo todos los dolores que
pululaban como gusanos en las entrañas de aquel hondísimo pozo, del que
conservaba la cavernosa sensación de unos ecos en la oscuridad. Me vi en el
reflejo del agua, blanco y gris, deslucido, una cara sedienta y unos ojos que
colgaban de ella dilatados. Horrorizado sin poder reponerme a la desarmada,
ligera y vaga sensación de mi carne.
Hasta que ninguna cara, solo la silueta del agua y
el frío. El frío del que el cuerpo ya no se defiende, el frío de los propios
huesos. Y ya no escucho el rumor humano aumentando al otro lado de la puerta.
Ni los porrazos de los que intentan derribarla. La oscuridad comienza a
halarme, toda la oscuridad del agua… la oscuridad que empieza a crecer detrás
de los ojos, su pastosa tranquilidad y me voy aflojando, y me dejo llevar…
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