Perder la luz, toda la luz y seguir en la ceguera sin tiempo, arder en el minuto, en el último reflejo del deseo y no ser. No ser
mujer, ser objeto, un maniquí, en esta carencia que deja en mí la lluvia de los
días. Y sigo en la burbuja, simulando esa serenidad del pez.
Arder en la
lluvia de una palabra, en ese arcoíris lleno de soledad y pájaros tristes.
Entregada a la amargura de esos pájaros sin vuelo, en el revés de la luz y los
gestos traidores. En esa infinitud de laberintos donde perdida tejo y destejo
señales que nadie advierte.
Ellos fingen que no ven esta muerte, como me
desmorono tras los muros de tanta indiferencia.
Trago mi sangre, vampira, en espera del golpe. Podré beberme, soy un
animal, me acostumbro al grito y espero la señal, la hora de tenderme
mansamente a esperar la caricia, las migajas que caen.
Y vuelvo a
ser lamida por la imagen que venero, no un Dios, un monstruo desde su férrea
frialdad, un bruto fluyendo a su eternidad de bruto. Y vuelvo a mi rincón, como el perro vuelve a
su vómito.
El espejo no logra refractarme, es otra quien se
inclina, otra la que recoge el reflejo fiel de mi impostura, algo nos separa.
Me han borrado el rostro, nadie ve esa línea gris, los hilos cruzados y vueltos
a cruzar. Nadie ve desangrar la belleza intocable de esta melancolía. Los
tornados que llegan. No puedo liberarme de mí, de estos vendajes amargos, de
ese ojo de cíclope que vigila mientras las nubes se deshojan.
El día trae un rocío violento. Desde ese ángulo audaz
que configura otra simulación, un abismo se derrama, el colorido infiel de ese
crepúsculo que adivino desde el silencio. Un tétrico color de lejanías. Un
espejismo, un triste espejismo de mí misma.
El silencio es como Dios, es único e invencible,
lleva una melodía ignorada, una multitud de formas, todo el peso del color y la
cordura, un espacio donde sanarme. El silencio y yo en ese abrazo único. En esa
reconciliación. Arder en el silencio, en
lo ausente sin perder la nostalgia y los recuerdos. Arder dócil en la palabra que callo, en el
eco de un sepultado otoño.
Soy una marioneta entregada a la mímica, un sol
cotidiano en su estallido y ardores inútiles. Soy pasto, se queda en mí un
residuo sereno de la noche. Minúscula, después de la mirada, una fotografía, un
negativo en su inmensa multitud de lágrimas. Y vuelvo al rosal que arruinaron
los vientos, soy hormiga, y goteo, goteo sombras, espacios, dudas que se
mezclan en un cono de lentas agonías. Jamás
podrán juntarme. Sigo dispersa, amotinada en todos los silencios.
La mañana es otra oscuridad, gira el carrusel de la
sombra, y giro habituada, atraída por el imán de ese cortejo. Me besa al
despertar, al menos hoy seré feliz, un solo instante de ternura basta. Seré
feliz.
Envidio esas
palomas, no un ala, su poco de tiempo para escalar desde el descenso ese cielo
que guardo en la mirada, esa blancura de los recuerdos que ya no me
pertenecen. Habrá otras noches, máscaras
y disfraces, una pira enorme dilatándose.
Y otra vez arder en el desequilibrio y la
monotonía, en lo aparente. Vulnerable siempre vulnerable, como esas luces
desnudas que siguen desflorándose en la seguía. Cobarde, siempre cobarde para huir,
viviendo el tránsito de mi pequeña muerte.
No hay música en el temblor, vuelvo al silencio, al
silencio de todas mis batallas perdidas. En esta espera donde el gemido jamás
se articula. Huir, afuera esta la vida, podría nacer de nuevo, reencontrarme
lejos de esa humareda devorante, de esta nada asfixiante, de esta no vida.
Advierto los buitres, el sonido pestilente de unos
pasos que se acercan, corro a esconderme, me gustaría ser invisible, encontrar
un sitio, no lo hay, siempre soy encontrada y sometida como ahora. El tiempo
queda suspendido y me fragmenta, vivo multiplicada. Nada me borra. Nada remplaza la tempestad que sigue creciendo,
los despojos de mí misma esparcidos
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