Llueve, todo comienza a humedecerse, el aire y la
luz, ese verdor que raja el horizonte. No me gusta que llueva, el vaho de la
lluvia amotina las bestias, todas en un nombre, en un solo temblor. Esa música
del agua en su asfixia serena humedeciendo el sol, un pedazo de mi cuarto, una
parte de mí que se resiste a caer en ese limbo irrecuperable que son los
recuerdos. Lo agónico es ese resplandor
que deja en los cristales, la misma soledad reflejándose, mi rostro, mi propio
rostro en ese descosido de la lluvia, una simulación grotesca, un desmoronado
antifaz en su rígida mueca de silencios.
Jamás aprendí a sonreír. Jamás superé ese
resentimiento hacia la lluvia, sus gotas son fantasmas que llegan a
aterrorizarme, un mazo que golpea lento, una mímica audaz que desborda toda la
tristeza. Jamás olvido el ruido inmenso que acalla los aullidos, el pataleo
inútil, los gemidos entrecortados de una niña en la oscuridad.
Conozco el silencio, la lenta desazón que hay
detrás de todas las lluvias. El moho que avanza, que trepa invadiendo todos los
rincones de mi cuerpo. Mis ojos, mis
propios ojos hundiéndose en su niebla, en un amontonado espejismo de visiones,
todas apocalípticas.
Nadie vendrá
con esta lluvia que fui adivinando. Nadie para ampararme del acoso, de esas
manos infieles que me alcanzan. Nadie para librarme del odio, de mí, de esos
ojos que crecen llenos de lujuria, de esa boca en su zumbido pestilente, de ese
cuerpo cayendo sobre mí.
La lluvia aplastándome, esa silueta infiel,
descolorida, que no borran todos los diluvios. Y es el agua, el ruido del agua
deshaciéndome. Un ruido vulgar y estéril que abre la noche a la peor noche, que
llega a ese abismo donde estoy, donde luzco vulnerable y frágil, minúscula
sobre la fría luz. Y la lluvia en su
recorrido, esa violencia con que vuelve para desgarrar lo que queda. Nada se
salva. Las palabras borradas por esa inarmonía que es el agua, las palabras perdiéndose,
no encuentro las mejores para una despedida.
Después de esta lluvia no seré, después de la
lluvia el amanecer terrible de la muerte, la muerte en su neblina desmedida, la
misma muerte que humedece mi sangre, todos los trozos de mí que empiezan a
esparcirse con el corte filoso de la cuchilla. Después la nada, mi cuerpo
cayendo a otro hundimiento, a esa
humedad armónica y despiadada que es la eternidad.
Profundo y bello
ResponderBorrarEs siempre un gran placer leerte
Abrazo
Gracias Mari, un abrazo.
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