sábado, 6 de junio de 2020

Parábola de Belén con los pastores



La simulación es lo único que no se simula, la ficción es la realidad última.

Eric Bentley


Dios le teme a los hombres. Anoche me lo dijo, cuando lo desperté para preguntarle por qué vuelan los pájaros. ¿De nuevo con esa bobería, Belén? Y con la misma se viró al otro lado para seguir durmiendo. Mas yo sé dónde le duele a Dios, lo conozco como si lo hubiera parido. Padre –lo pinché–, perdona, pero no entiendo cómo puedes roncar a pata suelta mientras en tu valle de lágrimas las cosas andan como el tren eléctrico de Casablanca, reculando y a ciegas. Si los que planifican la hecatombe se la pasan destrenza que destrenza ecuaciones hasta altas horas, con ojos como platos; si el hambre dilata las retinas a la vez que retuerce las tripas; y si, en fin, cada día están más insomnes los fantoches, los esbirros y los fariseos…

Con este diálogo entre Belén y Dios comienza Parábola de Belén con los pastores, novela (publicada en el año 2010) donde José Hugo Fernández nos presenta a Belén, la loca del barrio Cocosolo, en Marianao, una infeliz marcada con la piedra negra y a cuya sombra ni los perros se arriman. Una total irreverente, con esa desfachatez y sinceridad que le confiere la locura, una desquiciada por sucesivos traumas que no respeta nada ni a nadie, ni siquiera a Dios, que, según ella, es su vecino, o su igual, y con el que sostiene simpáticas discusiones. La voz que le otorga José Hugo a esta mujer es profunda, inteligente, conmovida, dueña de una especial lucidez, enriquecida por un agudo instinto. Sus palabras están llenas de extrañas filosofías y de una tristeza que no tiene remedio. Y es que la pérdida de seres queridos, sobre todo la pérdida de hijos, es motivo más que suficiente para la demencia.

Pero lo cierto es que Belén no está ni enteramente loca ni enteramente cuerda. Desapego y ternura, amor y odio, genialidad y torpeza, sordidez y generosidad componen la vibrante personalidad de esta mujer que por momentos nos hace dudar de su locura por los aciertos y la contundencia de las cosas que dice o hace, quizás porque la locura no puede vivir sin un poco de razón, como intentaba advertirnos Erasmo de Róterdam en Elogio de la locura: La razón, para ser razonable, debe verse a sí misma con los ojos de una locura irónica.

La literatura y la vida real están llenas de cuerdos locos, partiendo del ejemplo del rey David, quien, al sentir temor por su vida, disfrazó su cordura y se propuso engañar al rey de Gat haciendo garabatos en las puertas y dejando que la baba le rodara por la barba. Todavía hoy, la locura puede ser utilizada para defensa ante cargos criminales, como el caso del poeta Ezra Pound, declarado paranoico por los psicólogos para librarse de una pena de muerte. Cervantes y Shakespeare utilizaron la locura de sus protagonistas para criticar la realidad de su tiempo. Nos exhibieron sus personajes locos en circunstancias difíciles. Pero si Hamlet se hace muy escéptico, y sospecha de las palabras del fantasma de su padre, y de todos, hasta de sí mismo; y, por el contrario, Don Quijote tiene una fe firme, y nunca duda de su fe, Belén se ha nutrido de todos esos locos que la antecedieron, despotrica contra todo (hasta contra su Yave querido) y parece aseverar el viejo dicho del diablo: Piel por piel. (Y) El hombre dará todo lo que tiene por salvar su vida.

Mira, Dios, perdóname…, fui a la iglesia en busca de consuelo para el alma, pero como vi que sólo me ofrecían resignación, pensé que de momento lo único que valía la pena era tirarle al consuelo de mi barriga.

Foucault consideró que la locura tenía una fuerza primitiva de revelación. También debe creerlo José Hugo por la forma en que trata el tema, y por lo que le añade al personaje. Con un enfoque divertido, narra el itinerario de un alma que busca recuperar la inocencia, cansada del hastío, la desilusión y la angustia en que vive. Y es que nadie sabe a ciencia cierta lo que es la locura, lo que se sabe es que lo irracional no puede explicarse racionalmente. Belén manifiesta locura en sus palabras mientras demuestra cordura en sus acciones. Su preocupación por la situación precaria de los seres humanos es sincera, e insiste en el deseo de mejorar el mundo; pero la triste realidad pronto la convence de que es demasiado frágil e insignificante para cambiar alguna cosa. Y no le queda más remedio que ocultar su sabiduría con simulaciones.

En lo testimonial de la novela y el penetrante lenguaje dialogan textos de la tradición judeocristiana y la sátira de las novelas picarescas desde Quevedo, todo nutrido por intertextos literarios y culturales. Critica al hombre en el apego a sí mismo y en su incapacidad de ver, en la mentira, la verdad que se burla de la hipocresía religiosa y del oportunismo de un sistema que declaró al Estado ateo y donde santeros, cristianos y espiritistas tuvieron que sumirse en las sombras para luego propiciar una apertura que solo llevaría a una religiosidad enferma y a una fe manipulada y manipuladora. En ese sentido, el autor de Parábola de Belén con los pastores nos declara un juicio arraigado en la lucidez y en su personal manera de interpretar la vida. Si bien es cierto que la mayoría de las religiones han fracasado en mostrar amor genuino, y una fe sin hipocresías, esta novela nos ofrece un claro contraste entre aquellos que prefieren la falsedad y demuestran ser de la clase de Esaú, que se venden por un plato de lentejas y no muestran ningún respeto por las cosas sagradas, tan bien representada con Belén: lo tuyo en las iglesias es responder amén a todo lo que se hable, con la jaba abierta todo el tiempo para lo que caiga, y punto, con la clase que prefiere la devoción pura, incontaminada, aunque eso conlleve a ser perseguidos y marginados.

Porque hay algo más peligroso que la locura y es la hipocresía. Y más peligroso que el deterioro económico es el deterioro espiritual. Es la lección que nos deja esta Parábola. Y como toda parábola trae implícita una comparación, encontramos similitudes con el tiempo de Jesús, donde se evidenciaba la falta de espiritualidad y la pérdida de valores. Recordamos la advertencia: Tengan cuidado con la levadura de los fariseos, que es la hipocresía. Jesús dejó al descubierto la falsedad de aquellos guías ciegos que llevaban al rebaño a más oscuridad espiritual, los sepulcros blanqueados, que les gustaba tanto aparentar ser limpios y puros; pero que en su interior estaban llenos de robo, engaño e inmundicia. Parábola de Belén nos pinta un cuadro vivísimo y profético del tiempo en que crecerían juntos el trigo y la mala hierba, ilustrando a Babilonia la grande, llamada también la madre de todas las rameras (representada en la Biblia como un conglomerado de religiones y no solo cristianas, quien se ha convertido en guarida de demonios, (y) donde están al acecho todos los espíritus impuros) en su acostumbrada fornicación con los reyes de la tierra.

Y él (Dios): supongo irás a contarme que por allá abajo, en esa isla donde vives, se habla ahora de un milagroso resurgimiento de la fe y que finalmente le han sacudido telarañas a las puertas de los templos.

¿No es eso, Belén? Y yo: sí, más o menos. Y él: pues no constituye noticia para mí, lo sabía, como también sé que los políticos y los evangelistas, que hasta ayer de tarde se pedían la cabeza, andan en luna de miel, tirando juntos los anzuelos en el río revuelto de la intemperie espiritual y la desesperación humanas.

He sabido que el autor escribió esta novela en una de las peores etapas de su vida. Por eso llama la atención como recurre al humor para abordar tópicos políticos-religiosos y crear universos transitados por la parodia y el sarcasmo, donde no faltarán las máscaras, el disfraz perfecto de la simulación, porque el ser humano es en esencia un artífice de la ficción de sí mismo y del mundo.

Dios le teme a los hombres. Anoche me lo dijo, cuando lo desperté para preguntarle por qué vuelan los pájaros. ¿De nuevo con esa bobería, Belén? Y con la misma se viró al otro lado para seguir durmiendo. Mas yo sé dónde le duele a Dios, lo conozco como si lo hubiera parido. Padre –lo pinché–, perdona, pero no entiendo cómo puedes roncar a pata suelta mientras en tu valle de lágrimas las cosas andan como el tren eléctrico de Casablanca, reculando y a ciegas. Si los que planifican la hecatombe se la pasan destrenza que destrenza ecuaciones hasta altas horas, con ojos como platos; si el hambre dilata las retinas a la vez que retuerce las tripas; y si, en fin, cada día están más insomnes los fantoches, los esbirros y los fariseos…

Con este diálogo entre Belén y Dios comienza Parábola de Belén con los pastores, novela (publicada en el año 2010) donde José Hugo Fernández nos presenta a Belén, la loca del barrio Cocosolo, en Marianao, una infeliz marcada con la piedra negra y a cuya sombra ni los perros se arriman. Una total irreverente, con esa desfachatez y sinceridad que le confiere la locura, una desquiciada por sucesivos traumas que no respeta nada ni a nadie, ni siquiera a Dios, que, según ella, es su vecino, o su igual, y con el que sostiene simpáticas discusiones. La voz que le otorga José Hugo a esta mujer es profunda, inteligente, conmovida, dueña de una especial lucidez, enriquecida por un agudo instinto. Sus palabras están llenas de extrañas filosofías y de una tristeza que no tiene remedio. Y es que la pérdida de seres queridos, sobre todo la pérdida de hijos, es motivo más que suficiente para la demencia.

Pero lo cierto es que Belén no está ni enteramente loca ni enteramente cuerda. Desapego y ternura, amor y odio, genialidad y torpeza, sordidez y generosidad componen la vibrante personalidad de esta mujer que por momentos nos hace dudar de su locura por los aciertos y la contundencia de las cosas que dice o hace, quizás porque la locura no puede vivir sin un poco de razón, como intentaba advertirnos Erasmo de Róterdam en Elogio de la locura: La razón, para ser razonable, debe verse a sí misma con los ojos de una locura irónica.

La literatura y la vida real están llenas de cuerdos locos, partiendo del ejemplo del rey David, quien, al sentir temor por su vida, disfrazó su cordura y se propuso engañar al rey de Gat haciendo garabatos en las puertas y dejando que la baba le rodara por la barba. Todavía hoy, la locura puede ser utilizada para defensa ante cargos criminales, como el caso del poeta Ezra Pound, declarado paranoico por los psicólogos para librarse de una pena de muerte. Cervantes y Shakespeare utilizaron la locura de sus protagonistas para criticar la realidad de su tiempo. Nos exhibieron sus personajes locos en circunstancias difíciles. Pero si Hamlet se hace muy escéptico, y sospecha de las palabras del fantasma de su padre, y de todos, hasta de sí mismo; y, por el contrario, Don Quijote tiene una fe firme, y nunca duda de su fe, Belén se ha nutrido de todos esos locos que la antecedieron, despotrica contra todo (hasta contra su Yave querido) y parece aseverar el viejo dicho del diablo: Piel por piel. (Y) El hombre dará todo lo que tiene por salvar su vida.

Mira, Dios, perdóname…, fui a la iglesia en busca de consuelo para el alma, pero como vi que sólo me ofrecían resignación, pensé que de momento lo único que valía la pena era tirarle al consuelo de mi barriga.

Foucault consideró que la locura tenía una fuerza primitiva de revelación. También debe creerlo José Hugo por la forma en que trata el tema, y por lo que le añade al personaje. Con un enfoque divertido, narra el itinerario de un alma que busca recuperar la inocencia, cansada del hastío, la desilusión y la angustia en que vive. Y es que nadie sabe a ciencia cierta lo que es la locura, lo que se sabe es que lo irracional no puede explicarse racionalmente. Belén manifiesta locura en sus palabras mientras demuestra cordura en sus acciones. Su preocupación por la situación precaria de los seres humanos es sincera, e insiste en el deseo de mejorar el mundo; pero la triste realidad pronto la convence de que es demasiado frágil e insignificante para cambiar alguna cosa. Y no le queda más remedio que ocultar su sabiduría con simulaciones.

En lo testimonial de la novela y el penetrante lenguaje dialogan textos de la tradición judeocristiana y la sátira de las novelas picarescas desde Quevedo, todo nutrido por intertextos literarios y culturales. Critica al hombre en el apego a sí mismo y en su incapacidad de ver, en la mentira, la verdad que se burla de la hipocresía religiosa y del oportunismo de un sistema que declaró al Estado ateo y donde santeros, cristianos y espiritistas tuvieron que sumirse en las sombras para luego propiciar una apertura que solo llevaría a una religiosidad enferma y a una fe manipulada y manipuladora. En ese sentido, el autor de Parábola de Belén con los pastores nos declara un juicio arraigado en la lucidez y en su personal manera de interpretar la vida. Si bien es cierto que la mayoría de las religiones han fracasado en mostrar amor genuino, y una fe sin hipocresías, esta novela nos ofrece un claro contraste entre aquellos que prefieren la falsedad y demuestran ser de la clase de Esaú, que se venden por un plato de lentejas y no muestran ningún respeto por las cosas sagradas, tan bien representada con Belén: lo tuyo en las iglesias es responder amén a todo lo que se hable, con la jaba abierta todo el tiempo para lo que caiga, y punto, con la clase que prefiere la devoción pura, incontaminada, aunque eso conlleve a ser perseguidos y marginados.

Porque hay algo más peligroso que la locura y es la hipocresía. Y más peligroso que el deterioro económico es el deterioro espiritual. Es la lección que nos deja esta Parábola. Y como toda parábola trae implícita una comparación, encontramos similitudes con el tiempo de Jesús, donde se evidenciaba la falta de espiritualidad y la pérdida de valores. Recordamos la advertencia: Tengan cuidado con la levadura de los fariseos, que es la hipocresía. Jesús dejó al descubierto la falsedad de aquellos guías ciegos que llevaban al rebaño a más oscuridad espiritual, los sepulcros blanqueados, que les gustaba tanto aparentar ser limpios y puros; pero que en su interior estaban llenos de robo, engaño e inmundicia. Parábola de Belén nos pinta un cuadro vivísimo y profético del tiempo en que crecerían juntos el trigo y la mala hierba, ilustrando a Babilonia la grande, llamada también la madre de todas las rameras (representada en la Biblia como un conglomerado de religiones y no solo cristianas, quien se ha convertido en guarida de demonios, (y) donde están al acecho todos los espíritus impuros) en su acostumbrada fornicación con los reyes de la tierra.

Y él (Dios): supongo irás a contarme que por allá abajo, en esa isla donde vives, se habla ahora de un milagroso resurgimiento de la fe y que finalmente le han sacudido telarañas a las puertas de los templos.

¿No es eso, Belén? Y yo: sí, más o menos. Y él: pues no constituye noticia para mí, lo sabía, como también sé que los políticos y los evangelistas, que hasta ayer de tarde se pedían la cabeza, andan en luna de miel, tirando juntos los anzuelos en el río revuelto de la intemperie espiritual y la desesperación humanas.

He sabido que el autor escribió esta novela en una de las peores etapas de su vida. Por eso llama la atención como recurre al humor para abordar tópicos políticos-religiosos y crear universos transitados por la parodia y el sarcasmo, donde no faltarán las máscaras, el disfraz perfecto de la simulación, porque el ser humano es en esencia un artífice de la ficción de sí mismo y del mundo.


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